jueves, octubre 05, 2006

Mi Richy.


Ha muerto nuestro pequeño Ricky. Apenas mañana cumpliría 15 años de vida y con nosotros sólo compartió 14años 11 meses, 29 dias, dedicándonos un afecto que supera ya las barreras del tiempo y que conservaremos por siempre. Tu muerte fue fulminante y en el plazo de de minutos se cumplió su triste decreto. Lo tratamos con toda la diligencia posible Mamá, pero dado el carácter irreversible de su dolencia, no tuvimos más opción que buscar el alivio final a este implacable mal, la muerte, alarmados por el maldito neumatico que prácticamente ya la estaban haciendo perder su esencia, esa amorosa identidad que la convertía en nuestro extraordinario amigo. Fue una terrible escuchar: "el Richy murió": nadie quiere matar lo que más ama o lo que más amor nos brinda pero tampoco podíamos permitir o tolerar el verlo sufrir de tal modo sin nosotros poder hacer nada al respecto. En muchos aspectos, Ricky era una perrito extraordinario. Su alegría sincera e inocente se conjugaba con una inteligencia e intuición desbordante. Era pícaro y muy jugueton pero también gustaba de quedarse recostado en su favorito sillón verde o simplemente en el regazo de mamá. Ver esta última escena era sencillamente conmovedor: se acurrucaba en su amplio regazo hasta hallar la posición más acorde y descansar profundamente. La comunicación de ambos era enorme y se intensificó mucho los últimos tiempos. Ricky sabía perfectamente que mamá era la persona central del hogar y la que poseía las llaves de todos los reinos: el de la mañana, el de la cocina, el de las siestas y así compartía las horas que componían el día, juntas las dos entraron a jugar una amistad que solo pudo interrumpir la muerte. Lo impresionante de su aparición en nuestra casa fue lo rápido que se produjo su apropiación de los rincones, primero de la casa y luego del exterior y más tarde de la vereda, las veces que se escapaba. Del interior de la casa prefería, como cité, todas aquellas zonas mullidas: los almohadones, la cama misma, su sillón, los regazos, los brazos, los abrazos, en fin toda la galería del afecto humano que el mismo buscaba de una manera imperiosa siempre. Se estaba convirtiendo en una perrito malcriado, por cierto, pero porque conocía nuestra debilidad por su dulce personita. Al poco tiempo de llegar empezó a realizar sus primeras excursiones afuera. Tenía un amplio sector que recorrer e investigar y lo hacía con diligencia. En la mañana despertaba a mamá que le preguntaba si quería salir, él asentía y cada día se iniciaba así, como una especie de rito doméstico que marcaba el ingreso a una rutina. Las ocasionales veces que salía a la vereda la atraían irremediablemente los viandantes, especialmente los niños y las chicas que pasaban y la admiraban. El último niño que estuvo con el es un niño especial que casi no habla pero que es muy afectuoso. Nosotros estábamos cortando el pasto y nos resultaba difícil hacerlo con Ricky pues había que controlar que no bajase hasta la calle y si se quedaba adentro, su encierro sólo la hacía lamentarse de la injusta privación a la que la sometíamos. Pero ese día –apenas hace dos días- el niño la tomó en su pequeño regazo y juntos se sentaron a observar mi acción de cortar el pasto. Ambos, niño y cachorra, tranquilos y silenciosos son una imagen que me acompañará siempre. Así era, dulce y dispuesto a ser el centro de nuestro afecto. Personalmente me abraza su recuerdo “con la certeza de lo eterno, lo incondicional y lo puro”, como señala acerca de la amistad mi amiga Marta. Es decir, uno bien puede experimentar el verdadero amor en un ser que, en vez de apelar al lenguaje traductor del afecto, es en sí mismo un puro afecto hecho efecto (por ejemplo, en el leve e inolvidable cosquilleo que hacía en mi nuca) Hubo dolorosas veces, cuando mi dolor ganaba la batalla con el mundo, que ese gesto del “animal” continúo asegurando mi devenir humano. El creó en mí “un lugar de afección” muy difícil de explicar y que ahora la muerte ha elevado a la calidad de misterio. Nunca pensé experimentar, con un pesar propio de la cita (realizada hace días en pos de un desconsuelo) y sin saberlo, el parlamento de Segismunda en “Los poseídos entre lilas”: “Si viera un perro muerto me moriría de orfandad al pensar en las caricias que recibió”. Es cierto que nombré a Richy con un destino. Al tenerlo por vez primera en mis brazos, con miedo y un cierto pavor, oíamos a la Garland y me pareció bárbaro aquel nombre corto y brillante que tan bien le iba a esa especie de diminuta vaquita blanca y negra que era aquella criatura de apenas un mes. . Pero, pasada una primera languidez, el fulgor les volvía y junto al ánimo unas locas ganas de vivir, de morder la vida, de provocar aunque más no sea una erupción de afecto, mezclado con una infantil exigencia de ser amado, alzadas, tenidas en cuenta de un modo demandante y casi absoluto. Lánguidas y elegantes, tus ojeras Ricky eran astutas, sigilosas y emprendedoras. Conseguían siempre lo que querían. Su arte también consistió en el gradual ahondamiento de un canto o demandante ladrido que acabó por convertirse en aullido desgarrador de dolor. Pero nosotros decidimos cortar de cuajo ese dolor. El daño cerebral le estaba quitando la posibilidad infinita de seguir siendo el mismo. Acabaría nulificado, hecho un pequeño trapo no exento de convulsiones, por poco tiempo. Si es que sobrevivía. Yo sólo vi el último saludo y tú alegría de verme llegar y quedé malamente impresionado cuando ayer no lo has hecho. Aunque ahora me siento muy aferrado al hecho de que ya no este conmigo. Su muerte contagia de irrealidad este momento o por el contrario marca el final de un sueño que desapareció tan mágicamente como se inició.
Te quiero y extrañaré tu saludo....
Adios mi viejo... pequine.
Ruben Sandoval

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